La muerte es horrible; un corte apagado que nos llena de impotencia y de dolor. Y lo sé porque, ahora mismo, me estoy muriendo.
No es que no me haya encontrado con ella antes, para nada. He visto morir a mi padre, el pobre, cansado y vencido por los años, entre los brazos de mi querida madre y conmigo a sus pies. También he perdido a amigos míos, muertos cuando eran demasiado jóvenes, y he llorado, mucho. Llorar era la única manera de dejar salir mi dolor.
Pero ahora soy yo el que está al borde de la muerte. Ese velo oscuro e impenetrable por el que todos caemos sin remedio. Hasta mis asesinos lo harán; pero esto no me consuela en lo más mínimo, sino que me entristece todavía más. Soy yo, ahora, quién está a punto de atravesarlo, y una parte de mí no puede evitar sentir miedo.
Los más doctos afirman que no podemos saber realmente qué hay al otro lado, puesto que nadie ha vuelto para dar testimonio. Otros dicen que significa el fin de todas las penurias de la vida; que, quién muere, no sufre más. Pues bien, yo sufro mucho, lo indecible, porque mis asesinos me han torturado a conciencia antes de procurarme la muerte, y lo han hecho muy bien: son unos profesionales. Sin embargo, al verlos solo puedo pensar en lo que verán ellos, en qué sentirán cuando mi pecho ya no pueda más y sucumba, cuando ya no oigan mi respiración y vean como dejo escapar mi alma en el último hálito. Hubo otros muchos antes, e incluso dos más ahora, conmigo, a mi lado; y seguro que lo han visto docenas de veces, pero quisiera saber en qué piensan cuando rompen a un hombre por la mitad, y permiten que se marche dejando atrás su propio cuerpo.
Ya empiezo a notar que está llegando el final. No es agotamiento ni una sensación física, pues mi cuerpo lleva agonizando varias horas, y hay más sangre mía en el suelo que en mis venas. Es algo más, una percepción, sé que ha llegado mi momento. No es que lo intuya, lo sé.
Mis verdugos se hacen cada vez más borrosos y todo a mi alrededor se desvanece. No solo sus figuras, sino también los sonidos y el dolor. ¡Ah! El dolor. Ya casi se ha desvanecido por completo, y eso significa que estoy muy cerca. Aguanto un instante antes de morir.
Ya está. Ha sido tranquilo, nada escandaloso, pero también frío, como si te arrancasen de un traje especialmente cómodo y caluroso. Y aquí estoy. El velo, aquel que antes solo podía intuir, es ahora completamente visible frente a mí. Es decir, sé que está y lo conozco con todo lujo de detalles, a pesar de que ya no tengo ojos para verlo ni dedos para tocarlo, pero no me hacen falta.
Más allá del velo no hay nada, todo está oscuro, y apenas se distinguen algunas sombras perversas que parecen querer burlarse de mí. Porque sigo siendo yo, tengo todos mis recuerdos y mi personalidad, hasta mis sentimientos me han acompañado al otro lado.
Pero no hay nada más; rodeado de sombras, abandonado en un inmenso vacío.
Pero no desfallezco. Otros muchos han cruzado antes que yo y han de estar aquí, mi propio padre, incluso. Ignoro a las sombras que, en realidad, no pueden tocarme y avanzo con atención, buscando cualquier señal de algo dentro de este vacío absoluto. Y las encuentro.
Son dos personas más, igual que yo, sin manos ni pies ni rostro, pero allí están. Me acerco a ellos y les hablo. Bueno, mi mente repite las palabras que querría pronunciar con la boca, pero ellos parecen entenderme.
—Saludos, ¿qué hacéis aquí? —les pregunté inocentemente.
—Esperamos —respondieron.
—¿A qué estáis esperando?
—A que se aparte el velo de la muerte —añadió uno de ellos—. Con él no podemos ir a ningún otro sitio, estamos todos aquí atrapados.
—Espera con nosotros —dijo el otro—. Algún día vendrá alguien que pueda volverlo a cruzar y, en ese momento, todos nosotros podremos seguirlo y salir.
—¿Y adónde queréis ir? —pregunté, aún sabiendo de antemano la respuesta.
—Con la Luz que nos creó —explicó el primero. Notaba toda la emoción de sus palabras, a pesar de la quietud del lugar—. Este no es nuestro sitio, ¿cierto? Estamos aquí atrapados, pero no deberíamos estar aquí, no. Nuestro lugar es la Luz, más allá de aquel velo y de estas sombras. Solo necesitamos que llegue alguien que logre rasgarlo para poder ir hacia Ella.
—Entonces —añadí yo, acercándome a ellos—, ya no tenéis que esperar más. He llegado, y la Luz os aguarda con ansias.
En ese momento pude ver cómo, no solo aquellos dos, sino miles, millones, incontables almas me miraban y se asombraban y sobrecogían al contemplar cómo Yo, Jesús de Nazaret, rasgaba el velo con mis manos, dejando entrar la Luz de mi Padre en sus corazones y disipando para siempre las tinieblas.
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