Todos tenemos una vocación en nuestra vida. Algo que, a pesar de todos los obstáculos, se nos da bien de manera destacada. Además, muchos tratamos de que esa habilidad, por la que solemos descubrir pasión, sea nuestro medio de vida.
Sin embargo, hay algo que diferencia a los escritores del resto de profesiones. Los retos y responsabilidades a los que, por ejemplo, un cocinero se puede enfrentar son grandes, pero en el peor de los casos terminarán con su muerte, cosa que no ocurre con un escritor. Los escritores, además de tener en nuestras manos una de las herramientas más poderosas para cambiar a las personas (y a las sociedades que conforman), nos enfrentamos al hecho de que lo que escribimos permanecerá después de nuestra marcha, y seguirá educando, divirtiendo, emocionando para bien nuestro, o decepcionando y confundiendo para nuestra vergüenza. Nuestras obras son tan duraderas como las grandes maravillas arquitectónicas pero, a diferencia de estas, no guardan silencio e interpelan directamente al alma del observador.Y si se tiene la suerte (o desgracia) de pasar a la historia, nuestros méritos rebotarán a lo largo de generaciones, condicionándolas de una forma mucho más perenne. Es por eso por lo que nuestra vocación conlleva tanta responsabilidad, porque nuestras virtudes y éxitos, de tenerlas, pueden ser eternas, pero nuestros errores también.
"Ten cuidado con lo que dejes por escrito", me ha dicho mi padre muchas veces, pero no por eso he dejado de escribir. Asegúrate de hacerlo con prudencia, inteligencia, intención recta y poner un pedazo de ti en ello y nada de lo que ocurra deberá avergonzarte.
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